EL CANTO DE MI MUERTE

Corriente escrita mirando al mar: El canto de mi muerte

Si pudiera arrancarme el rostro como una máscara de látex, lo haría. Guarda este rostro el rastro de miles de imágenes vistas, percibidas, soñadas, incendiadas en praderas sin gente.


He visto un plebeyo en piragua surcando ese río y al llegar al océano, morir. Solo el salmón recorre la corriente inversa y muere cansado en la vertiente. Desova piedras acantiladas, huevos donde nace la incógnita. Pensar una Atlántida sumergida donde peces en forma de lagartos recorran las calles. Venecia inversa. El agua en aire y los canales de tierra. Allí abajo donde los peces portan luces para alumbrar el camino y donde el líquido es vivificante y fresco. Allí nace la primera hiedra, alga profunda, y a su alrededor un lecho de caracoles. Una playa con su oleaje de oxigeno, un oleaje de aire. El centro de la tierra no es un foco ígneo, es un líquido que late. Y las huellas de todos los hombres conducen al fondo del océano. Es por eso que hay quienes iluminados, se adentraron como Alfonsina a buscar la última poesía en el lecho del océano. Por eso se ven seres con la mirada perdida en las playas aledañas mientras bañistas superfluos muestran sus físicos impúdicos. Miran como fascinados el oleaje porque están comprendiendo: la vida tiene un ritmo como lo tienen las olas.
Un niño dice: me llama la ola, voy hacia ella.


Me sumerjo a estrecharle la mano a Neptuno, a Poseidón, a construir una nueva tensión helénica en el fondo del océano. Las sirenas tañen laúdes impermeables, cantan melodías que suenan como pompas de jabón, y en cada burbuja nace un niño que emerge a la superficie como Afrodita.
El hombre que se ahoga es. Ahogado lleno de líquido, nace al oleaje. Se deja llevar con una sonrisa en el rostro. Como un corcho flota en una palangana, desprejuiciado. Le he arrojado un guijarro al océano y cuando lo largue me dijo: gracias hermano... y se hundió entre la espuma. Modesto, el arrecife de coral es una muestra de las linduras que florecen bajo el agua. El mundo es agua, la tierra son unos meros islotes ofrendados al parecer nuestro de sentirnos reyes. Por eso, y con paso seguro, al ritmo de líquidas flautas mágicas, de hecatombes de aires que pasan por tubos, voy a sumergirme en el océano con una estrella de mar pegada en la frente y un pulpo en el bolsillo. Mi sueño es encender un fósforo bajo el agua y alumbrarme el camino, dejarme crecer branquias y descender al mundo subacuático. Una vez nade bajo camalotes, el techo verde, el techo; y los rayos de luz filtrados en los intersticios, y lo comprendí todo... Corriendo raíces con las manos comencé a escuchar los sonidos de las corrientes. Corrientes rosas con estilo, grises de inmundicia, empetroladas muertas, corrientes vírgenes como los metales, transparentes como el vidrio, lúcidas como la aurora... Ahora soy un Neptuno enjabonado que chorreando babas oceánicas vengo a florecer: de mi pecho nacen sílfides como perlas y mi cuerpo esta cubierto de algas. Hablo, y una sirena me barre las palabras. Canto, y mi canto se guarda en cántaros como vinos nuevos. Tengo el cuerpo escamado y una muralla en el rostro. Guardo mis ojos ciegos en la superficie y no parpadeo bajo el agua. Sigo a dorados peces que atraviesan el océano. Y emerjo siglo a siglo para festejar en las zonas más recónditas del océano la inconsciencia del hombre que desconoce las profundidades del lecho marino. Soy un dios porque me pusieron nombre. Mi cabeza coronada de espuma reluce al rayo del sol. Me dieron un tridente de hierro sin pensar que el hierro se oxida y disuelto vaga por el agua. Cuando nado en el lecho del mar me late el pecho integro de saberme en casa. Tuve un niño con Alfonsina, que ahora mama de ese pecho materno poesía de agua. Alfonsina reina, y su nuevo niño Dios; yo estoy próximo a dejar mis pasos sin huella, a cortarme los tobillos y desaparecer, a secarme al sol. Alfonsina y el niño; el niño Dios y una Alfonsina en llamas bajo el agua. Las corrientes que le acarician el pelo como sonriendo, a ese niño de ojos pálidos, negro como la misma noche, con luces en la frente. Ese niño alabado por laúdes de silencio impermeable, ese niño es el canto de mi muerte.


A Alfonsina Storni.